La niña de la cabra, un pequeño viaje por la infancia.
- Carlos Mera
- Apr 16
- 4 min read

Título original: La niña de la cabra.
Año: 2025.
Duración: 95 min.
País: España.
Dirección: Ana Asensio.
Guión: Ana Asensio.
Reparto: Alessandra González, Juncal Fernández, Lorena López, Javier Pereira, Enrique Villén.
Género: Drama | Años 80. Infancia. Amistad
La infancia es una etapa mágica, marcada por la inocencia, la curiosidad y los descubrimientos constantes. Es el tiempo donde todo parece posible, donde los juegos, los sueños y la imaginación construyen realidades paralelas llenas de colores y aventuras. Es también una fase de aprendizaje emocional, en la que se forjan los primeros vínculos y se experimentan las primeras pérdidas, miedos y alegrías. El cine ha sabido captar esa esencia de la infancia a través de películas como “El niño” de Charlie Chaplin o “Cinema Paradiso” donde se muestra la ternura y la dureza de crecer en entornos complicados, mientras que películas como “Mi vecino Totoro” o “Inside Out” exploran la fantasía y el mundo emocional infantil con gran sensibilidad. Estas películas nos recuerdan que cada niño tiene una historia única, y que mirar el mundo a través de sus ojos puede ser una poderosa lección de empatía.
La infancia en el cine no solo es nostalgia: es una ventana hacia lo más puro del ser humano.
La cineasta Ana Asensio se propone reflejar su propia visión de la infancia con su nueva película: “La niña de la cabra". Madrid, 1988. Elena, una niña de ocho años, afronta la reciente pérdida de su abuela mientras se prepara para hacer la Primera Comunión, a su vez descubre lo que es crecer y como afecta esto no solo a ella misma, sino también a todos los de su alrededor. Su amistad con Sherezade, una niña gitana que no se separa de su cabra, le lleva a plantearse si realmente el mundo es tal y como se lo han contado. Elena y Sherezade tendrán un pequeño viaje de aprendizaje y conexión.
“La niña de la cabra” es el claro ejemplo de que el cine no necesita reinventar la rueda para conmover profundamente, no es necesaria una narrativa revolucionaria o efectos grandilocuentes cuando se tiene una historia contada con honestidad, sensibilidad y una mirada auténtica sobre la vida. Esta película demuestra que la belleza puede encontrarse en los detalles cotidianos, en las pequeñas cosas que, aunque parezcan simples, definen quiénes somos y cómo recordamos nuestra infancia. Lejos de ofrecernos un panorama amplio o un recorrido completo por los años de niñez de su protagonista, la película se enfoca en un breve, pero significativo, capítulo en la vida de Elena. No es una biografía ni un cuento épico, es un retrato íntimo, una ventana que se abre solo por un momento para que podamos ver, sentir y comprender el mundo desde su perspectiva. Esta decisión narrativa es clave, porque no se trata solo de contar lo que le pasa a Elena, sino de cómo ella lo vive. A través de su mirada infantil, se nos invita a recorrer sus miedos más profundos, sus frustraciones, sus inseguridades, pero también esos momentos de felicidad pura, sus ilusiones, sus pequeños triunfos y, sobre todo, su relación con el entorno y con las personas que la acompañan. La cámara parece estar enamorada de Elena, no por su historia, sino por su forma de ver el mundo: con una mezcla de asombro, ternura e ingenuidad que conmueve de forma natural.
La película se toma su tiempo para construir el carácter de Elena, para que el espectador no solo la entienda, sino que llegue a sentir una conexión real con ella. Esa atención minuciosa a su desarrollo emocional y psicológico hace que algunos personajes secundarios, aunque interesantes, queden algo desdibujados o no tengan el peso que quizás podrían haber tenido en otras circunstancias. Sin embargo, esta elección tiene sentido dentro del enfoque intimista de la obra: todo gira en torno a Elena, y lo que realmente importa es cómo ella interpreta lo que la rodea, más que lo que objetivamente ocurre a su alrededor.
El segundo acto, es cierto, puede sentirse como una especie de bache narrativo. La historia parece dar vueltas sobre sí misma, sin avanzar con claridad o rumbo firme, pero, con el tiempo, uno comprende que ese aparente estancamiento es deliberado. Es un reflejo de la confusión interna de Elena, de ese momento de tránsito emocional en el que muchas cosas no terminan de encajar. Es un pasaje necesario, incluso incómodo, para que el desenlace tenga el peso emocional que finalmente logra alcanzar. Y es ahí, en ese tercer acto, donde todo cobra sentido, la relación entre Elena y Sherezade, su amiga inseparable, emerge como el corazón de la película. Juntas descubren el mundo, lo imaginan, lo moldean a su manera. Su vínculo es más que una amistad: es una forma de resistir la dureza del entorno, una alianza basada en la empatía, la fantasía compartida y la ternura. La inocencia con la que ambas perciben la realidad convierte cada escena en algo más profundo, no es solo un juego o una aventura, es una experiencia emocional que refleja la pureza con la que los niños entienden o tratan de entender el mundo adulto.
“La niña de la cabra” muestra su fortaleza en la sutileza con la que se acerca a la infancia, en la manera honesta en que nos muestra la complejidad emocional de una niña que, como tantas otras, está aprendiendo a nombrar sus sentimientos. Es un recordatorio de que la infancia no siempre es alegre ni siempre es dura, es sobre todo un terreno lleno de contradicciones, de pequeños momentos que se graban para siempre. Con una dirección delicada, una fotografía que acompaña con calidez y una actuación entrañable de su joven protagonista, esta película se instala en el corazón de quien la ve, no por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. Y eso, en el cine, es un logro inmenso.
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